La memoria es la máquina que nos hace pensar constantemente en el
pasado, en lo vivido, en las experiencias del ayer, en los sentimientos que nos
hacen persona. La memoria es la base de la vida tal y como la conocemos: desde
la prehistoria, la Grecia de Pericles, la Edad Media, hasta la actualidad...
todo es memoria; una secuencia de información almacenada de todas las maneras
posibles. Decía Platón, “aprender es recordar”.
Recordar para vivir, para crecer, para avanzar, para honrar lo que
dejamos atrás con el tic inexorablemente seguido por el tac del reloj. El
hombre sin memoria no sería hombre. Sería un ser hueco, pobre, inculto; un alma
paupérrima vagando en un presente eterno, lánguido en pertenencia.
Rendirle honores al pasado, perdurar en el tiempo, ser recordado, ¿no es
eso lo que el hombre ha perseguido durante millones de años, pintando sus artes
rupestres en las cavernas oscuras de Platón; desollando plantas para obtener el
preciado papiro, portador de las palabras de profetas, filósofos, pensadores;
moliendo madera y mezclando resinas para hacer el papel, lienzo de ideas ilustres;
enterrando a sus muertos y escribiendo sobre ellos?
¿Qué sería del hombre sin memoria? ¿Sin la Mnemósine? ¿Qué pasaría con
los que quedan atrás, abatidos ante la muerte? ¿Permanecerían sin sepulcro, sin
honor, sin ser recordados? Posiblemente. Y con el olvido de los antepasados, la
existencia entonces se volvería confusa, etérea, como un árbol sin raíz. El
hombre carecería de origen, no
compartiría ese sentimiento de pertenencia al lugar donde yace su muerto, donde
está sembrado su pasado, sus cimientos.
Antígona, negada a renunciar a su pasado, a su memoria y la de los
suyos, encuentra su propio sepulcro al querer otorgarle uno a Policines, su
hermano. Inflamada por el sentimiento de injusticia que ve en las acciones de
su tío, Creón, Antígona es incapaz de comprender siquiera las razones de éste
para negarle la sepultura a Policines y otorgársela a Eteocles; a sus ojos
ambos son merecedores de ese honor, que más que honor es derecho y deber,
derecho a descansar en paz, a tener un lugar al que pertenecer incluso después de
la muerte, un lugar donde preservar su recuerdo; deber para con los dioses y su
propia moral.
Esa necesidad de Antígona de proteger el pasado de los suyos (y por
extensión el suyo propio), el legado de Edipo, es su ananké; es la necesidad de
todos los que tenemos memoria: darle un funeral digno a nuestros muertos, para
preservar sus recuerdos en nuestras mentes, para no olvidar nuestro origen.
En Memoria del Silencio, la nostalgia por el pasado es la base del
diálogo: el encuentro de dos hermanas que se sientan a rememorar sus vidas, su
niñez, su origen, sus muertos. Es a través de la evocación de los recuerdos que
Lauri y Menchu logran comprender la posición y las razones de la otra.
Ambas mujeres están indudablemente relacionadas con Ismena y Antígona,
dos mujeres distintas en gran medida, unidas por un mismo sentimiento pero
separadas por la moral propia: una se apega a la ley, a lo que considera es “lo
correcto” (no enterrar a su hermano, no dejar Cuba, a pesar de no estar segura
de lo acertado de su decisión); la otra desacata la Ley, se desentiende de ella
y de su familia para preservar su libertad y proteger sus creencias (enterrar a
su hermano, dejar el país para seguir al hombre que ama).
Sin embargo, Lauri es a la vez contradictoria con Antígona, porque se
arrepiente de no haber tomado otra decisión, de quedarse con su hermana, con su
familia; de haber sufrido tanto y tan lejos de sus raíces.
Lázaro y Roberto, son reflejos disonantes y a la vez congruentes de
Eteocles y Policines: dos hombres unidos por
“una hermana” (Cuba), con ideologías opuestas, dispuestos a matarse el
uno al otro, si hace falta, por
prevalecer. Unidos también por un fatum trágico, que los lleva a acabar de la
misma manera: dándose muerte a sí mismos, presos de sus creencias y de su
moral.
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